Sentados en silencio

El hombre está de rodillas y un arma apunta a su cabeza. Sus ojos se llenan de lágrimas. Ella se acerca y empuja con fuerza el cañón en la frente de aquel. Dentro de la cafetería se escuchan algunos murmuros de clientes y meseros.

— ¡Tú, sabes por qué! —dijo.

Pero el sujeto simplemente niega con la cabeza, trata de no moverse demasiado.

— No sé —responde en un susurro como para sí mismo.

Cierra los ojos y escucha el latir de su corazón resonar en su cuerpo.

***

El café es de buena calidad. La comodidad de las sillas es esplendida, y sobre todo, es un sitio silencioso casi como una biblioteca, sólo que con música a bajo volumen. Por eso a Daniel le gusta llegar. Ambos suelen llegar con un libro, piden un americano y toman asiento en silencio a leer. De vez en vez, uno de los dos detiene la lectura para encender un cigarro. El otro lo sigue. Se toman de la mano y, a veces, se dan un beso ocasional. Luego regresan al silencio.

La cafetería está en una esquina de un edificio del siglo XIX. Un punto reducido si se compara con las cadenas comerciales. Con clientes recurrentes y algunos parecen nunca moverse de allí. Tiene ventanales amplios y en las repisas hay objetos de dudosa antigüedad que dan cierto aire de seriedad.

Su mesa favorita está fuera. Solamente hay tres y todas con sombrilla verde. Eligen esa área, porque tienen vista panorámica al parque y a cafés contiguos. Ese día Mercedes decidió llegar sola. Hace tiempo con un café mientras llega la hora. La comida, pretexto para estar juntos. Lee su libro cuando una ráfaga de cuento alborota su cabello. Respira profundo cierra los ojos y siente el frío airé en su rostro. Hurga en su bolso y saca una liga. Se ata el cabello con una coleta alta. A Daniel disfruta verla así.

Checa la hora en el celular. Alza la mano y tras un ademán atrae la atención del mesero.  Pide la cuenta. Guarda sus cosas. Acomoda su abrigo, se coloca sus gafas para sol y su bufanda alrededor del cuello.

Mercedes se dirige al trabajo de Daniel. Una cuadra antes de llegar detuvo su paso. Saco sus cigarrillos e intenta prender uno. El viento le daba batalla con el encendedor. Escucha dos detonaciones. Se sobresalta y deja caer el mechero. Se agacha para recogerlo y alguien la empuja. Termina en el suelo. Levanta la vista y ve un arma.

Ambos se observan unos segundos; pero él continúa su precipitado trayecto.

El rostro del tipo se graba en su cabeza, sobre todo por el lunar que tiene cerca del ojo izquierdo. Mercedes se pone de pie y sacude el polvo de su ropa. Una muchedumbre está reunida frente un edificio. Mercedes percibe una punzada en el pecho. En ese edificio es donde Daniel labora.

Se apresura. Ya viene la ambulancia, dice alguien entre la multitud. Ella se abre paso y allí está él.

En medio de un charco de sangre, y a lado de éste, una mujer presta ayuda.

Corre hacia Daniel. Se quita la bufanda y presiona la herida del cuello.

En los ojos de Daniel ve incertidumbre, como los ojos de un niño que debe caminar en la oscuridad sin alternativa. Sintiendo como si algo o alguien metiese la mano en su pecho estrujándole el corazón. La ayuda viene, quédate conmigo, dice Mercedes.

Intentando hablar, sin embargo comienza a sofocarse. Daniel, lo sabía. Es la última ocasión que están juntos. Controla los espasmos involuntarios y limpia las lágrimas de Mercedes. No, Daniel. No hagas esto. Lucha… quédate, dice ella.

— ¡Ayúdenme! —grita con desesperación a las personas alrededor.

Daniel pierde fuerza, intenta mantener los ojos abiertos y seguir respirando. Poco a poco su tórax dejaba de abultarse, y en fúnebre huida, no queda nada de él.

 

***

Acostada en la cama, Mercedes cierra los ojos. Acerca la nariz a una camisa y aspira su aroma. Descubre que de Daniel, ya no queda nada. Estira la mano y del buró toma una 9 mm. Quita el seguro, carga y apunta al aire. Después se apunta a la cabeza y coloca la punta del índice en el gatillo. ‹‹Debo ir por café››, piensa.

Se levanta de la cama. El pijama descolorido y viejo. Mercedes se coloca frente al espejo del baño. Tiene ojeras, la piel reseca, el cabello sucio y sus ojos son un par de pozos sin fondo. Esboza una sonrisa, que luego apaga.

La sala está repleta de cajas. Ha comenzado la mudanza sin terminar. Había planes con Daniel de mudarse. Su casero ha dejado un par de notas bajo la puerta, pide el abandono del inmueble. A Mercedes no le interesa el enfado de éste.

Es casi mediodía cuando, en la decidía, se mete a bañar. Al finalizar va al cuarto y trata de arreglarse un poco. Pinta los labios en color malva, se viste con una blusa lisa en lila, un pantalón de vestir y zapatos negros de tacón bajo; y de entre las cajas, saca una gabardina beige que únicamente usa para ocasiones especiales y de su alhajero toma su anillo de compromiso colocándoselo sin apremio.

Mercedes se queda sosegada frente a la puerta durante varios minutos. Voltea a ver la sala, acomoda el bolso en el hombro y trata de encontrar el último beso con Daniel. No fue un beso apasionado o memorable, fue más bien, mecánico; un beso por costumbre, ligero y apresurado. A pesar de ello, se deja llevar por la sensación del recuerdo. Luego deserta del departamento.

Dos horas fueron suficientes para estar en la mesa que usaban. El mesero, sin mediar palabra, acerca un cenicero y un americano. Mercedes, agradeció. No hay nadie en las otras mesas. Saca sus cigarros y prende el primero. A continuación saca el libro sin concluir que leía Daniel. Percibe el frío del metal en su mano al tocar el cañón.

Cigarro tras cigarro, espera un poco de valor. Se imagina, en la espera, a Daniel llegar darle un beso en la frente y tomar el silencio al sentarse; sin embargo no pasará y lo sabe desde la primera bocanada de monóxido.

Un hombre de treinta y tantos, se sienta en la mesa de enfrente. Sujeto delgado, tez trigueña y rostro alargado. El mesero se aproxima a atenderlo, le da la carta, toma la orden y se retira cauto. Lleva gafas de sol tipo aviador, dispar a su rostro. Se las quita, luego de ser atendido.

Quieta, y con respiración contenida, un dolor emerge de su vientre al notar el lunar; dolor mismo que, maniatándola de pronunciar queja, sube a la garganta.  Recuerda la sangre de Daniel escurrir en sus manos, y cómo trataba de respirar y mantenerse a su lado. El cigarro se consume en su mano y deja caer la colilla.

Tiembla. Se pone de pie, tiembla y camina hacía la mesa del aquel hombre.

— ¿Puedo? —dice al señalar la silla.

Arrastra la silla y toma asiento. Observa al tipo con minuciosidad.

— ¿Nuevo, verdad?

— Nos conocemos.

— En serio, ¿de dónde? —el tipo da un vistazo a la silueta de Mercedes, mientras levanta la manga del pantalón, para posteriormente cruzar las piernas.

 

— Recuérdame… mira —asegura Mercedes al poner la semiautomática en la mesa.

La gallardía del sujeto se esfuma. Traga saliva e intenta pararse.

— ¡No! No lo hagas —quita el seguro—. No quiero respuestas.

— No sé de qué hablas —dice el hombre del lunar.

La gente de la cafetería está atónita. El hombre junta las manos, mientras está de rodillas.

— ¡Tú! ¿Acaso…?

— ¡Ya sabes porqué! —responde Mercedes.

El tipo suplicante no deja de mover la cabeza. Ella, con las lágrimas sobre el arma, respira hondo. Desde que apunta, no teme. El ruido del disparo hace eco en medio de aquel silencio impoluto del mediodía.

Las personas no dejan de observar desde los ventanales de la cafetería la escena. El sujeto escucha un murmullo. Levanta la mirada y el arma no está en su cabeza. Mercedes tira del gatillo.

 

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